lunes, 26 de abril de 2010

Capítulo 1 “Mi casa Gorbea”



1943 - 1945, edad 3 a 5 años.

Yo nací en Coelemu, un pueblito del sur, cerca de Quirihue.   Nací el 24 de Enero de 1940; o sea, estuve durante el terremoto de 1939 en el vientre de mi madre.

        Según una psiquiatra, todo cuanto sucede en el embarazo de la madre, afecta al feto; por eso ella dice que nací tan nerviosa, por las angustias que pasó mi madre durante el terremoto.   Ella siempre les tuvo pavor.

        Después mi familia se vino a vivir a Santiago, a la calle Gorbea, cerca de República.

        Mi padre era empleado de Ferrocarriles del Estado, Osvaldo Montecinos González, y mi madre, Alicia Pantoja Espinoza, dueña de casa.   Tuvieron tres hijos: Alicia, Osvaldo, y yo, María Antonieta.   Cuando llegamos a Santiago, Alicia tenía 6 años, Osvaldo 5, y yo 3.

        La casa era una de esas casas antiguas, de dos pisos, con una larga escalera de madera y una ventana redonda que daba a la calle.   Tenía una inmensa terraza, que era nuestra central de entretenciones: tenía un columpio y un muro que daba a la calle.   Tenía unos pasillos algo oscuros, y unos muros muy altos.   Es lo que recuerdo de esa casa a mis escasos tres años.   También recuerdo que  en uno de los pasillos, que daba a una galería, había un sofá de mimbre donde yo jugaba con mi primo, Jorge Valenzuela, que nos visitaba muy frecuentemente; era un niño  hermoso, tierno, alegre, de unos doce años; él era hijo de mi tía Anita, hermana de papá.

        Él estudiaba en el  Internado Barros Arana, y me quería mucho, y yo a él, porque siempre que venía jugaba conmigo, me conversaba, me hacía cariño.   Yo me reía mucho con él y lo esperaba diariamente, como el momento más feliz del día.

        Otra cosa que recuerdo, era a mi hermano Osvaldo, que siempre andaba inventando juegos raros.   Uno de ellos era los Entierros de las Moscas.

        Hacía como un altar, ponía velas y se vestía con algo blanco, como sacerdote.   Depositaba las moscas muertas en unas cajas de fósforos, simulando ataúdes; y nosotras, mi hermana y yo, teníamos que ponerle flores, rezarles, y encender las velas.   Luego partía el pequeño cortejo, en procesión, tras él y se daba sepultura en un hoyo a las moscas; y se les ponía una cruz de palos de fósforos.

        Pero un día sucedió que estábamos los tres solos en la casa, en esta ceremonia, cuando una vela se cayó dentro del tubo de fierro donde las colocaba.   Cayó el tubo y chupó la vela, apagándola, haciendo un gran estruendo.   Fue tal el estupor del sacerdote, que creyó   que eso era la intervención de algún fantasma, y que Dios nos quería castigar; salió arrancando aterrado… y nosotros con él.

        Nosotros éramos bastante conocedores del tema de los fantasmas, por los cuentos que las nanas nos contaban en las noches, en el campo; producía terror ir después al baño, porque siempre estaba lejos y obscuro.   Recordando esas historias, arrancamos despavoridos, dejando el altar y todo desparramado.

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