lunes, 26 de abril de 2010

Capítulo 4 “La Señora Sara”

1943 - 1945, 3 a 5 años.

La señora Sara vivía en el primer piso de nuestra casa.   Ella me quería mucho, y siempre me llevaba a su casa a jugar con un caballo de madera; salíamos de paseo al campo.   Yo tendría unos 3 años.

Allí disfrutaba viendo los patitos que nadaban en el agua; los alimentaba, les hablaba, les hacía cariño.   Eran unos patitos amarillitos, que recién estaban aprendiendo a nadar.   Era como una parcela, creo.  

Luego iba al gallinero, a recoger huevos y a jugar con los pollitos, y les daba triguito.      

Había también caballos, que montaba un huaso, quien me ofrecía llevarme de paseo; pero yo nunca me atreví a subirme a un caballo.  

A mí me fascinaban los animales, las flores, el pasto lleno de ellas; los árboles cargados de frutas.   Me subía a todos los árboles a comer fruta.  

Había además conejos, a los que les daba zanahorias y les hacía cariño.   También había un perro que me seguía, no recuerdo el nombre, pero corría a mi lado todo el tiempo.

¡Era maravilloso pasear por el campo! Andar en carreta , comer empanadas hechas en horno de barro; sentarse en un corredor con sillones de mimbre, que había afuera de la casa, a comerme la fruta.

Había un gatito blanco, que me hacía cariños y yo le daba la leche.   Había una vaca con una campanita; tomábamos leche de vaca.

Yo jugaba con unos niños que había, nos bañábamos y jugábamos a subir a los árboles: imitábamos el canto de los pájaros.

Al final del día yo quedaba muerta; había paseado, jugado en el agua, había subido árboles…había comido tanto y tomado tanto sol, que a la vuelta de la casa, venía muerta en la micro, cansadísima, con un canasto lleno de frutas, empanadas, pan amasado, flores, piedrecillas, leche de vaca y una sillita de mimbre que me habían regalado.  

Venía tan llena de emociones y vivencias, que no paraba de hablar, hasta que, finalmente, me dormía extenuada en la falda de la señora Sara, que me hacía cariño en el pelo, mientras iba durmiendo

Esos días de felicidad, como eran pocos, jamás los he olvidado, tampoco a la señora Sara, en el campo...   sus conversaciones, su cariño, su casa con el caballito, sus cuidados.   Fueron un memorial para toda la vida.

Yo sé que  ella, por todo el bien que me hizo, debe de estar en el cielo, escuchando mi corazón, agradecido por tanto amor.





Capítulo 3 “Mis maravillosos primos de Concepción”

El tiempo más feliz de mi vida en Gorbea, era cuando llegaban mis primos de Concepción: Carmen, Jaime y Nena.   Eran hijos del tío René Montecinos, hermano de mi padre y de mi tía Nena Vivanco, mi madrina.
         Llegaba de vacaciones toda la familia a nuestra casa, y parecía que la vida toda se transformaba en Carnaval.

         Ellos eran muy divertidos.   El tío René siempre estaba riendo y contando mil anécdotas.   Le gustaba venir a Santiago a parrandear; ir al Club Hípico a apostar, a cabaret a ver a las niñocas (como les decía él); pasear, jugar al naipe, comer bien; era muy amistoso y bueno para pasarla bien.

         La tía Nena era igual, muy risueña y divertida; una mujer muy trabajadora que sacaba adelante a sus hijos, porque el tío las más de las veces andaba divirtiéndose.   Pero ella lo adoraba a él.   Y jugaban cartas, salían a pasear; se veían siempre muy avenidos y contentos, a pesar de que la plata siempre escaseaba.   Eran cariñosos con sus hijos y también con nosotros.
         Como teníamos una terraza grande, ellos la ocupaban como central de sus juegos.   También traían disfraces que sacaban de unos bolsos: collares brillantes, una capa, sombreros, accesorios para el circo; cornetas, maquillaje, un vestido de ballet… todo lo necesario para hacer de nuestra terraza un CIRCO.

         Allí, el que llevaba el mando y la  parte más impresionante era mi primo Jaime, unos años mayor que nosotros.   Mis tíos se habían casado antes que mis papás, por eso mis primos nos ganaban en edad.

         Jaime ponía un cordel grueso, que él traía entre sus bártulos, amarrado a las vigas de la terraza,  le atravesaba un tablón en el extremo y lo hacía girar en círculo; él arriba, con una capa y una camisa amarilla brillante, y algo con plumas sobre la cabeza.   Era el gran “Rola- Rola”, y daba vueltas y vueltas equilibrándose en el tablón, que volaba pasando por el aire, con peligro de salir volando por la terraza y caer a la calle.   Este jueguito era bastante peligroso, porque si se resbalaba la tabla, el Rola-Rola bien podía ir a parar al cementerio.  

         Pero el Rola-Rola era temerario, y mi hermano lo seguía, como podía, con gran admiración, sosteniéndose en el otro extremo de la tabla.   Claro que les costaba mantener el equilibrio, porque Osvaldo  era más pequeño y delgado que Jaime.   Pero él lo seguía como a un Dios, y lo imitaba en todo, como niño imaginativo que también era.

         La 2° artista era Carmen, que tenía algunos estudios de ballet; se ponía su tutú, sus zapatillas; se pintaba los labios rojos, mucho colorete, flores en el pelo y hacía su número de ballet, que incluía, además, subirse al columpio y danzar arriba de él.   Ella, con toda seguridad, se creía la Pavlova, y yo la admiraba como tal.   Un buen día sucedió que el número salió mal, Carmen dio tanta velocidad al columpio, que se cayó de poto y se arrastró un buen  trecho por el suelo de tablas y astillas…¡FIN DEL ESPECTÁCULO!

          Carmen gritaba como una barraca, y su mamá, la tía Nena, le sacaba las astillas del poto con una pinza.   Era una lloradera y unos gritos de dolor espantosos a cada astilla que mi tía le sacaba.   Además que el poto le quedó rojo, irritado, como que le hubiesen sacado la piel: todo rojo y herido.   Ese fue un terrible y triste episodio de la Pavlova.

         Mi papá, que se creía médico por vocación, la mandó a la cama una semana, durmiendo boca abajo, y todos los días le hacia unas curaciones para desinfectarla.   No podría andar derecha por una semana, ni sentarse podría.   Todos estábamos alrededor de su cama, como un velorio; tristes porque se nos había echado a perder la fiesta e impresionados por los llantos y gritos de mi prima.  

Otro día, cuando nuestros papás y tíos salían,  jugaban a beber vino.   El mozo que servía el vino, mi primo Jaime, hacía equilibrios con los vasos con vino; tomaba la bandeja con una mano y se ponía un delantal con un paño de cocina y una servilleta en el hombro.   Era un experto equilibrista, y repartía los vasos cantando:



“tómese esta copa,
esta copa de vino…
¿Ya se la tomó?
¡Ya se la tomó!,
ahora le toca al vecino


         Así, iba repartiendo el vino y pasando el tiempo, hasta que se acabó la garrafa.   Quedaron todos curados, Jaime, Carmen, Nena, Osvaldo, Alicia, menos yo porque como era muy chica, no me dieron.

         Se tiraron en las camas, como muertos.  

         Había un olor asqueroso a vino en el dormitorio, y eso, sin contar el olor a vómito.   Me llamaban para pedirme una toalla mojada, para ponerse en la cabeza o pasarle la bacenica a los que estaban mejores, porque el resto vomitaba en el suelo, no más.   Así es que yo hacía de enfermera.

         La garrafa quedó tirada en el suelo, y se terminó de volcar el vino que quedaba.

         Reinó el silencio, como en un cementerio; después de que vomitaron, se quedaron todos dormidos con ropa y todo, tirados en las camas.  

La fiesta se acabó.   Yo no sabía qué les había pasado a todos con el vino, que tan mal les había caído.   De pronto sentí sonar la chapa de la puerta de calle: “¡mis papás, los tíos!”, grité y salí corriendo a acostarme, haciéndome la dormida, para que no me fueran a hacer preguntas.

Estaba asustada y me escondí bajo las  sábanas.   ¡Comprendí que algo grande iba a pasar! Entonces, ellos entraron y se dirigieron al dormitorio de mis hermanas a buscar a los primos.

Escuché los gritos de mi papá, que hablaba en voz alta y decía:
-        

-         “¿Qué olor es éste?”  Y levantó Osvaldo por la camisa, y éste cayó como plomo en la cama, estaba completamente borracho.

El tío René, como siempre, empezó a reír, y decía: - “Son cosas de cabros”

         Mi mamá y la tía Nena tuvieron que limpiar los vómitos, ventilar el dormitorio, recoger la garrafa tirada.   Luego mi mamá acostó a Osvaldo y Alicia, y la tía Nena se llevó al dormitorio a Jaime, Carmen y Nena.   ¡Qué más podían hacer!, ¡estaban todos curados!.

         Yo, desde mi pieza escuchaba todo lo que ellos decían, y cómo tuvieron, entre dos, que sacar a mis primos.

¡Yo sólo era espectadora de los acontecimientos!

Se oyó la voz de mi papá, que dijo indignado: - “¡Y nosotros que pensábamos llevarlos al circo! Con esto quedarán todos castigados, por la estupidez que hicieron, y se perderán el Circo”, dijo mi padre indignado.   “¡Cabros estúpidos, mira no más, mañana van a estar todos enfermos del estómago”, les decía a los tíos.

Entonces, la tía Nena y el tío René, comenzaron a pedirle a mi papá que no los castigara tanto, que eran leseras de cabros, no más.   Que les iba a arruinar las vacaciones, no iban a poder ir al circo, que era lo que más queríamos.   Además que ya habían perdido una semana de diversión con Carmen en cama.
-        


“Hay que llamarles la atención sí”, decía la tía Nena, “pero no dejarlos sin circo”.
Yo no escuché la voz de mi mamá, no sé qué hacía en ese momento.   Tal vez limpiaba, tal vez no opinaba.   No lo sé.   En realidad en Gorbea sólo recuerdo de mi mamá sus famosos paseos de luto, llorando, y  muda a la carnicería

Capítulo 2 “Muerte de mi primo Jorge Valenzuela”


Un hecho que me marcó mucho, cuando tenía cuatro años, fue la muerte de mi primo, Jorge Valenzuela, de sólo trece años.   Éste era el primo que yo adoraba;  esperaba ansiosamente su visita en el sillón de mimbre cada día.   Él me leía cuentos, jugaba al caballito conmigo, me regalaba caramelos, conversaba conmigo y me contaba historias.   Sus padres eran de provincia, por eso lo pusieron en un internado en Santiago.

         Un día sucedió que, cuando fui al sillón a esperar a Jorgito, había una tremenda agitación; mis padres salieron rápido de casa, me quedé sola, sin comprender nada, nadie me dio una explicación.   Entonces fui a la cocina y le pregunté a mi nana:  - “¿Por qué llora mi tía Anita?, ¿dónde se fueron todos?”

         Su respuesta: “Fueron al entierro de tu primo Jorgito, que se murió”
-          
-         “¿Qué es morirse?”, pregunté.
-          
-         “Pregúntaselo a tus padres”, me contestó.

Pasaba un día tras otro y Jorgito no llegaba.   Yo lo esperaba en el sillón
para jugar, entonces empecé a darme cuenta que morirse no era bueno, que apretaba el corazón y se sentían ganas de llorar; que era echarlo mucho de menos, y no verlo nunca más.
Este fue mi primer encuentro con algo que llamaban muerte, a los cuatro años de edad.
 Otro hecho que recuerdo, y que me marcó mucho por su tristeza, fueron los “famosos paseos de mi madre conmigo de la mano a la carnicería”.   En silencio, sin decir una palabra, siempre llorando y de luto…suspiraba y miraba el cielo.   Luego, llegábamos a la carnicería, un lugar fúnebre, con una ampolleta amarillenta, llena de caca de mosca.
 
         Todo el local era sucio, las moscas se paraban en la carne, y con la misma mano que cortaba, se pagaba.   Yo encontraba muy feo ese lugar.

Capítulo 1 “Mi casa Gorbea”



1943 - 1945, edad 3 a 5 años.

Yo nací en Coelemu, un pueblito del sur, cerca de Quirihue.   Nací el 24 de Enero de 1940; o sea, estuve durante el terremoto de 1939 en el vientre de mi madre.

        Según una psiquiatra, todo cuanto sucede en el embarazo de la madre, afecta al feto; por eso ella dice que nací tan nerviosa, por las angustias que pasó mi madre durante el terremoto.   Ella siempre les tuvo pavor.

        Después mi familia se vino a vivir a Santiago, a la calle Gorbea, cerca de República.

        Mi padre era empleado de Ferrocarriles del Estado, Osvaldo Montecinos González, y mi madre, Alicia Pantoja Espinoza, dueña de casa.   Tuvieron tres hijos: Alicia, Osvaldo, y yo, María Antonieta.   Cuando llegamos a Santiago, Alicia tenía 6 años, Osvaldo 5, y yo 3.

        La casa era una de esas casas antiguas, de dos pisos, con una larga escalera de madera y una ventana redonda que daba a la calle.   Tenía una inmensa terraza, que era nuestra central de entretenciones: tenía un columpio y un muro que daba a la calle.   Tenía unos pasillos algo oscuros, y unos muros muy altos.   Es lo que recuerdo de esa casa a mis escasos tres años.   También recuerdo que  en uno de los pasillos, que daba a una galería, había un sofá de mimbre donde yo jugaba con mi primo, Jorge Valenzuela, que nos visitaba muy frecuentemente; era un niño  hermoso, tierno, alegre, de unos doce años; él era hijo de mi tía Anita, hermana de papá.

        Él estudiaba en el  Internado Barros Arana, y me quería mucho, y yo a él, porque siempre que venía jugaba conmigo, me conversaba, me hacía cariño.   Yo me reía mucho con él y lo esperaba diariamente, como el momento más feliz del día.

        Otra cosa que recuerdo, era a mi hermano Osvaldo, que siempre andaba inventando juegos raros.   Uno de ellos era los Entierros de las Moscas.

        Hacía como un altar, ponía velas y se vestía con algo blanco, como sacerdote.   Depositaba las moscas muertas en unas cajas de fósforos, simulando ataúdes; y nosotras, mi hermana y yo, teníamos que ponerle flores, rezarles, y encender las velas.   Luego partía el pequeño cortejo, en procesión, tras él y se daba sepultura en un hoyo a las moscas; y se les ponía una cruz de palos de fósforos.

        Pero un día sucedió que estábamos los tres solos en la casa, en esta ceremonia, cuando una vela se cayó dentro del tubo de fierro donde las colocaba.   Cayó el tubo y chupó la vela, apagándola, haciendo un gran estruendo.   Fue tal el estupor del sacerdote, que creyó   que eso era la intervención de algún fantasma, y que Dios nos quería castigar; salió arrancando aterrado… y nosotros con él.

        Nosotros éramos bastante conocedores del tema de los fantasmas, por los cuentos que las nanas nos contaban en las noches, en el campo; producía terror ir después al baño, porque siempre estaba lejos y obscuro.   Recordando esas historias, arrancamos despavoridos, dejando el altar y todo desparramado.

Dedicatoria

Este blog representa el punto culmine de un largo y enriquecedor proceso que venimos desarrollando hace un buen tiempo ya con María Antonieta. Conocer su vida y aliviar su sufrimiento ha sido un apasionante desafío con el que nos encontramos y que paulatinamente le ayudamos a superar.  Darle sentido a sus diferentes experiencias; comprender su manera compleja y rica de afectarse y responder al mundo; y ver como se solucionaron conflictos de muchos años al ordenarlos, ha sido parte de las bondades que este trabajo nos ha permitido. Con mucho amor y entrega nos disponemos hoy  a compartir el maravilloso resultado que es esta biografía. 


Ps. Miguel Felipe Socías Postius.