El tiempo más feliz de mi vida en Gorbea, era cuando llegaban mis primos de Concepción: Carmen, Jaime y Nena. Eran hijos del tío René Montecinos, hermano de mi padre y de mi tía Nena Vivanco, mi madrina.
Llegaba de vacaciones toda la familia a nuestra casa, y parecía que la vida toda se transformaba en Carnaval.
Ellos eran muy divertidos. El tío René siempre estaba riendo y contando mil anécdotas. Le gustaba venir a Santiago a parrandear; ir al Club Hípico a apostar, a cabaret a ver a las niñocas (como les decía él); pasear, jugar al naipe, comer bien; era muy amistoso y bueno para pasarla bien.
La tía Nena era igual, muy risueña y divertida; una mujer muy trabajadora que sacaba adelante a sus hijos, porque el tío las más de las veces andaba divirtiéndose. Pero ella lo adoraba a él. Y jugaban cartas, salían a pasear; se veían siempre muy avenidos y contentos, a pesar de que la plata siempre escaseaba. Eran cariñosos con sus hijos y también con nosotros.
Como teníamos una terraza grande, ellos la ocupaban como central de sus juegos. También traían disfraces que sacaban de unos bolsos: collares brillantes, una capa, sombreros, accesorios para el circo; cornetas, maquillaje, un vestido de ballet… todo lo necesario para hacer de nuestra terraza un CIRCO.
Allí, el que llevaba el mando y la parte más impresionante era mi primo Jaime, unos años mayor que nosotros. Mis tíos se habían casado antes que mis papás, por eso mis primos nos ganaban en edad.
Jaime ponía un cordel grueso, que él traía entre sus bártulos, amarrado a las vigas de la terraza, le atravesaba un tablón en el extremo y lo hacía girar en círculo; él arriba, con una capa y una camisa amarilla brillante, y algo con plumas sobre la cabeza. Era el gran “Rola- Rola”, y daba vueltas y vueltas equilibrándose en el tablón, que volaba pasando por el aire, con peligro de salir volando por la terraza y caer a la calle. Este jueguito era bastante peligroso, porque si se resbalaba la tabla, el Rola-Rola bien podía ir a parar al cementerio.
Pero el Rola-Rola era temerario, y mi hermano lo seguía, como podía, con gran admiración, sosteniéndose en el otro extremo de la tabla. Claro que les costaba mantener el equilibrio, porque Osvaldo era más pequeño y delgado que Jaime. Pero él lo seguía como a un Dios, y lo imitaba en todo, como niño imaginativo que también era.
La 2° artista era Carmen, que tenía algunos estudios de ballet; se ponía su tutú, sus zapatillas; se pintaba los labios rojos, mucho colorete, flores en el pelo y hacía su número de ballet, que incluía, además, subirse al columpio y danzar arriba de él. Ella, con toda seguridad, se creía la Pavlova, y yo la admiraba como tal. Un buen día sucedió que el número salió mal, Carmen dio tanta velocidad al columpio, que se cayó de poto y se arrastró un buen trecho por el suelo de tablas y astillas…¡FIN DEL ESPECTÁCULO!
Carmen gritaba como una barraca, y su mamá, la tía Nena, le sacaba las astillas del poto con una pinza. Era una lloradera y unos gritos de dolor espantosos a cada astilla que mi tía le sacaba. Además que el poto le quedó rojo, irritado, como que le hubiesen sacado la piel: todo rojo y herido. Ese fue un terrible y triste episodio de la Pavlova.
Mi papá, que se creía médico por vocación, la mandó a la cama una semana, durmiendo boca abajo, y todos los días le hacia unas curaciones para desinfectarla. No podría andar derecha por una semana, ni sentarse podría. Todos estábamos alrededor de su cama, como un velorio; tristes porque se nos había echado a perder la fiesta e impresionados por los llantos y gritos de mi prima.
Otro día, cuando nuestros papás y tíos salían, jugaban a beber vino. El mozo que servía el vino, mi primo Jaime, hacía equilibrios con los vasos con vino; tomaba la bandeja con una mano y se ponía un delantal con un paño de cocina y una servilleta en el hombro. Era un experto equilibrista, y repartía los vasos cantando:
“tómese esta copa,
esta copa de vino…
¿Ya se la tomó?
¡Ya se la tomó!,
ahora le toca al vecino”
Así, iba repartiendo el vino y pasando el tiempo, hasta que se acabó la garrafa. Quedaron todos curados, Jaime, Carmen, Nena, Osvaldo, Alicia, menos yo porque como era muy chica, no me dieron.
Se tiraron en las camas, como muertos.
Había un olor asqueroso a vino en el dormitorio, y eso, sin contar el olor a vómito. Me llamaban para pedirme una toalla mojada, para ponerse en la cabeza o pasarle la bacenica a los que estaban mejores, porque el resto vomitaba en el suelo, no más. Así es que yo hacía de enfermera.
La garrafa quedó tirada en el suelo, y se terminó de volcar el vino que quedaba.
Reinó el silencio, como en un cementerio; después de que vomitaron, se quedaron todos dormidos con ropa y todo, tirados en las camas.
La fiesta se acabó. Yo no sabía qué les había pasado a todos con el vino, que tan mal les había caído. De pronto sentí sonar la chapa de la puerta de calle: “¡mis papás, los tíos!”, grité y salí corriendo a acostarme, haciéndome la dormida, para que no me fueran a hacer preguntas.
Estaba asustada y me escondí bajo las sábanas. ¡Comprendí que algo grande iba a pasar! Entonces, ellos entraron y se dirigieron al dormitorio de mis hermanas a buscar a los primos.
Escuché los gritos de mi papá, que hablaba en voz alta y decía:
-
- “¿Qué olor es éste?” Y levantó Osvaldo por la camisa, y éste cayó como plomo en la cama, estaba completamente borracho.
El tío René, como siempre, empezó a reír, y decía: - “Son cosas de cabros”
Mi mamá y la tía Nena tuvieron que limpiar los vómitos, ventilar el dormitorio, recoger la garrafa tirada. Luego mi mamá acostó a Osvaldo y Alicia, y la tía Nena se llevó al dormitorio a Jaime, Carmen y Nena. ¡Qué más podían hacer!, ¡estaban todos curados!.
Yo, desde mi pieza escuchaba todo lo que ellos decían, y cómo tuvieron, entre dos, que sacar a mis primos.
¡Yo sólo era espectadora de los acontecimientos!
Se oyó la voz de mi papá, que dijo indignado: - “¡Y nosotros que pensábamos llevarlos al circo! Con esto quedarán todos castigados, por la estupidez que hicieron, y se perderán el Circo”, dijo mi padre indignado. “¡Cabros estúpidos, mira no más, mañana van a estar todos enfermos del estómago”, les decía a los tíos.
Entonces, la tía Nena y el tío René, comenzaron a pedirle a mi papá que no los castigara tanto, que eran leseras de cabros, no más. Que les iba a arruinar las vacaciones, no iban a poder ir al circo, que era lo que más queríamos. Además que ya habían perdido una semana de diversión con Carmen en cama.
-
“Hay que llamarles la atención sí”, decía la tía Nena, “pero no dejarlos sin circo”.
Yo no escuché la voz de mi mamá, no sé qué hacía en ese momento. Tal vez limpiaba, tal vez no opinaba. No lo sé. En realidad en Gorbea sólo recuerdo de mi mamá sus famosos paseos de luto, llorando, y muda a la carnicería